Samariter Strasse
Por: Celso Huanccollucho
Mi estancia en Samariter Strasse – Rigaer Strasse. La calle Samariter, cómo así llegue a conocer el lugar a donde Ralf nos llevó. Era una casona casi abandonada; parecía bombardeada. En la mayoría de los pisos las habitaciones no tenían puertas ni ventanas. Ralf vivía en el tercer piso, por doquier se veía televisores ensamblados en alambres con púas, las paredes del edificio tenían pintas con motivos alusivos a un movimiento juvenil conocido como los anarquistas PUNKS- grupos alternativos. Miré todos los rincones, había dormitorios, cocinas y baños destruidos sin ventanas y sin puertas. Mi hermana y yo nos miramos sorprendidos, pero le hice un gesto de aceptación, –peor a nada– pensé. Ralf rompió el silencio y nos dijo: aquí vivo y si desean pueden acomodarse en este rincón y nos señaló una esquina; también nos dijo: la casa tiene luz, gas y agua, sólo que no tiene calefacción a gas, la estufa es de carbón, pero hay que limpiarla. De pronto escuché pasos por el corredor del piso, vi a dos personas acercándose hacia nosotros, Ralf nos dijo que eran del África, uno se llama Asoloc y el otro Mais. Llegó luego otro hombre, era kurdo se llamaba Naser (no era su nombre verdadero).
Finalmente nos acomodamos, me acurruqué con un poncho de los Q’eros (Comunidad Quechua del Perú) que había llevado, tenía diseños raros, era de color rojo y negro. Antes de quedarnos dormidos sentí el calor que existe debajo de un poncho, mis sueños me arrastraron a los sitios donde alguna vez estuve, en aquellas altas montañas de púrpura blanca y de ese ocre arcilloso, sentía la caricia de esos aires tibios, casi perfumados, olor a margaritas, begonias y rosas silvestres. Estaba allí, tirado en las pampas verdes contemplando el alto vuelo de las águilas, de los karakaras agresivos; sentí que mi alma se transformaba en águila negra, por un momento domine los cielos, me perdí en los precipicios. Habría que ser como el águila para dominar los cielos y para no temerle a los precipicios. Desperté sobresaltado, parecía que ya amanecía, el frío había castigado mi hombro, sentía dolor en el cuello y empecé a conversar conmigo mismo, me preguntaba qué hacer para seguir adelante, en mi mente nacieron miles de dudas: ¿dónde pasaremos el invierno?, ¿podremos quedarnos definitivamente en Samariter?, ¿quiénes serán los dueños de esta casa? También me preguntaba si podría alquilar un cuarto ahí y en caso fuera así, cuánto costaría. Las respuestas me las daría más tarde Ralf o tal vez Asoloc o Naser. Ya el día estaba más claro, veía como en el cielo se rayaba una estela efímera que había dejado un avión desconocido, la paz y la calma aún reinaban en la calle Samariter. Quizás era muy temprano para levantarse, mas para mí era imposible seguir durmiendo. De pronto empezó en mí esa ansia de volver a la tierra amada, una congoja se anudaba en mi garganta y me preguntaba qué había hecho para estar hoy tan lejos de todo aquello que tanto amaba; quién trazaba ese camino de esta suerte furtiva y por qué en mí aún no se iluminaba esa visión que define los pensamientos y las ideas. Creo que muchas veces necesitamos de esa energía cósmica, de ese haz de luz astral que programa el empuje, la audacia de dar el gran salto y así me dije: “Hombre nunca tires la toalla y no me llores carajo, que para tener el temple de acero necesitamos las aguas de ríos enteros y que martilles el combo en el yunque de ese hierro dulce, cuanto más golpees ese temple, más fuerte serás”. Tenía que darme fuerzas para seguir adelante.
Ese día quise acompañar a Ralf, él hablaba un poco de español, entonces le pregunté: “¿Ralf, yo puedo enseñarte el español a cambio podrías tú ensenarme el alemán?”. Él se rio a carcajadas y yo seguí insistiendo para obtener una respuesta y logre que me dijera: “ Was ist los Alter?” (¿Qué pasa Viejo?). No entendí esas palabras en el momento, pero de la forma como lo dijo capté perfectamente lo que quería decirme, pero intrigado me preguntaba qué cosa realmente me habría dicho. Callé y salimos en dirección a la estación del metro, luego me dijo: iremos a Alexanderplatz, allí aún está pasando. No entendí lo que quiso decirme hasta el día siguiente donde me afirmó diciendo: “Ayer pasó más o menos”. O sea que le fue algo mejor que otros días con sus ganancias.
Saliendo del Metro en Alexanderplatz nos dirigimos a la puerta del centro comercial Kaufhof y me sorprendió ver peruanos y ecuatorianos que vendían artesanías en sus pequeños tableros, me alegre mucho, porque sabía que encontraría a alguien con quien conversar y averiguar cómo hacían ellos para sobrevivir en un país tan distinto al nuestro; también se veían muchos grupos de músicos que tocaban sus quenas, zampoñas y charangos y alrededor de ellos la gente disfrutaba de las melodías del ande como los San Juanitos, Tinkus, huaynos etc. Ahí lo clásico de la mayoría de los músicos era llevar la cabellera larga, esa era la forma de identificarse con el hombre del ande, de aquellos andes sudamericanos donde el hombre es un poco robusto, de tez cobriza y nariz aguileña, los pómulos casi sobresalientes; allí mi alma se perdió al son de los jarawis que un ayacuchano solitario, en su temple, triste interpretaba. Él añoraba también la tierra amada, la tierra distante, cantaba al amor lejano, aquel amor perdido en el olvido; allí en esa plaza lloré de emoción, aunque la congoja ahogaba mi garganta, no permitía que mi alma vuele. Pero entonces vi una parvada de aves que migraban hacia el sur, haciendo sendas hermosas, entonces grité para mí como cuando era niño y estaba en las altas montañas de los andes sudamericanos: “Avecita, avecita, tírame tus plumitas para yo volar junto a ti”. Cuando gritaba en el medio de la montaña, el eco repetía mi voz hasta tres veces, contestando a mi angustia con voz fuerte y suave y entendía que en el cielo se pintaba mi esperanza e ilusión de volver a casa y abrazar a los seres amados. Me limpié las lágrimas, no sentí vergüenza por haber llorado, más aún se fortaleció mi ansia de alcanzar los cielos tan lejanos para mí en esos días.
Luz, Ralf y yo entramos al Kaufhof, la gente apurada hacía compras y trasladaban en unos carritos todo lo comprado hacia sus autos, tropezamos con una muchacha que se llamaba Karla (Tika), venía desde otra ciudad de Alemania. Era una muchacha amorosa, simpática, en sus labios estallaba la risa, su sueño era encontrar el amor de su “Visa”. Que mala suerte la mía que puros ilegales, kurdos y árabes me enamoren, yo vine de Costa Rica, no a cosechar plátanos, pues eso abunda en mi país –decía ella– a lo que Ralf respondía: “Ya encontrarás pronto, hay muchos pero pocos se atreven a conquistar a una latina”. Ella estalló en carcajadas, se podía ver sus cabellos rizos de color negro. Mientras en mi mente tejía telarañas, –al fin encontré una amiguita para mi hermana– me decía, ella como nosotros buscaba un lugar donde cobijarse, y así llego Karla “La Tika” a Samariter – La Rigaer Strasse.
Continuara…
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