Por: Jesús Manya Salas Era tarde para el entender del alcalde. Las primeras gotas de lluvia, encendieron un nuevo aroma en la tierra, inflamando su cólera de bribón descubierto y arrepentido. Amargado murmuró: estos cholos de mierda, sus animales y hasta el cielo me odian.
A fin de regalar una portada pétrea tallada, con su respectivo escudo de armas, al Presidente de la República que visitaba el distrito, el alcalde sobón había ordenado obtener el mejor lienzo de piedra. Si para ello era preciso dinamitar las canteras del cerro, debía procederse así, a pesar de la férrea oposición de los viejos picapedreros. La explosión espantó y lanzó por los aires a cientos de pequeños sapos y sapillos, sus gritos lastimeros causaron un impacto penoso y tétrico en los comuneros, que enmudecieron temerosos. Los más ancianos recordaron los malos tiempos y vaticinaron la llegada de una campaña agrícola con funestas consecuencias, por lastimar a los pequeños centinelas del Apu Ch´eqoq1, mítico paqarina2 que tutelaba al pueblo.
Meses después en la meseta aumentaron los mosquitos e insectos, desaparecieron las lluvias y se perdieron las cosechas del año, los comuneros apenas sobrevivieron. Al año siguiente, tampoco se escuchó el croar de los sapillos que imploraban a los dioses la llegada de las lluvias que fertilizaban la tierra para hacer brotar las sementeras en las chacras. En toda la altiplanicie del Valle Sagrado, el silencio de los sapillos y la sequía asolaron nuevamente el mes de agosto. Preocupados los abuelos, por el cambio climático en marcha, no pudieron discernir y apuntar las cabañuelas para programar el año agrícola venidero.
Mientras tanto, en el pueblo aumentó el clima ambulatorio del hambre, los animales fueron sacrificados para la subsistencia y otros morían de sed. Los manantiales estaban secos y la ausencia de nubes obligó a los niños y niñas a recorrer por las calles en las noches, suplicando con velas y oraciones por la lluvia: unuykita, paraykita apachimuayku, misericordia Señor. Al pasar por la puerta de la casa del alcalde lo conminaron a devolver inmediatamente la estela de piedra a la cantera, vivienda de los sapillos, gritaron furiosos: rumita kutichipuy, hanp´atu wañuchiq suwa runa.
Primero fueron los niños y luego todo el pueblo quien obligó al mentecato a restituir la piedra en su lugar de origen. La autoridad, escéptica y soberbia, poco a poco, tuvo que ceder a la demanda. La tarde en que cientos de jóvenes subían los primeros peldaños de los andenes, cargando en sus hombros el dintel de piedra, al compás de waynos y harawis de trabajo, el cielo se nubló y derramó las primeras gotas de lluvia que alegró a todos, menos a uno.
Los niños agradecidos recolectaron cientos de sapos y sapitos, colocándolos en la gran paqarina, su casa natural, luego de una ofrenda y ceremonia festiva. Nunca más permitiremos demoler nuestro Apu tutelar y sus guardianes, anunciaron todos. Esa noche llovió como nunca y empezaron a brotar las plantas; los animales expresaron su beneplácito y la tierra cambió de color y aroma, al compás de un coro de sapos y la sonrisa de Amaru Salvador y su abuelo Diego Cristóbal, quienes habían preparado la rebelión de los sapos. Años más tarde recordando a estos heroicos labriegos, los Apus moldearon la figura hortelana y majestuosa de un rebelde sapillo en la cumbre de Paucarbamba en el Valle Sagrado de los Inkas.
1. Señor, espíritu tutelar de la montaña y espíritu protector de una región, habitada o no. Estos espíritus moran en las cúspides. 2. Lugares sagrados como Lagunas, peñas, montañas, o cuevas profundas de donde surgieron los primeros padres.
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