Domingo de barrio, después del almuerzo, el sol comeño quema la cabeza, mi viejo saca su pañuelo, lo moja, exprime, toma una a una las puntas, de tanta práctica ya sabe de qué tamaño deben ser los nuditos. Suficiente, se coloca la gorrita en la cabeza. Se sienta en la piedra que le sirve de banquito, abre su periódico, entra en su mundo.
Del líquido hirviendo, blancuzco, espeso, una a una, colgada de un palo, la ropa aparece chorreando, humeante; mi madre las coloca en la batea, cuyo fondo de madera húmeda ondulada causa impresión en mí pues no deja chorrear una gota de agua en el suelo seco de sed. Ropa blanca, camisas, pañales, ropa interior, van amontonándose listas para ser enjuagadas.
—Papito, anda trae la soga, está en el cuarto del fondo— dice ella.
—¿Para qué, mamá?— indago.
—¡Anda nomás, hijo!— me mira resuelta, mi madre. Al cabo de algunos minutos, buscando entre los cachivaches de nuestra casa, encuentro la soga larga. Me imagino el jinete que lanza la argolla.
—¡Juan, trae a la Princesa!— vuelve a resonar la voz maternal.
—¡Princeesaaaa, Princeesaaaa!— llama mi hermano.
—¿Dónde estará?— se pregunta.
Princesa, color mango, se acerca moviendo la cola, levantando la cabeza, sus ojos negros brillan de alegría al vernos.
—¿Dónde paras, perra callejera?— reprocho a mi collera de todos los días. Mueve su cola doblando el cuerpo al costado en señal de amistad, confiada ella.
Mi madre, con las manos en el agua blanca de la batea, espesa aún de jabón Bolívar, nos mira, observa a Princesa. Princesa salta de un lado a otro.
—Tú y tu hermano van a ahorcar a la perra, ha tenido muchas hembritas.
Desconcertado, me encuentro con la mirada severa de mi madre. La perra se deja colocar la soga en el cuello, cree que vamos a jugar con ella al caballito, como algunas tardes hacíamos de jinetes. De ambas puntas de la soga, tiramos en sentidos opuestos. Princesa ya no es La Princesa, es ahora una perra que lucha por zafarse del nudo, ladra, muerde a su costado, a su cuello y no llega a la soga, ladra sordamente que llega como golpes a mis tímpanos. No cuelga de la soga, sus patas traseras llegan al suelo, se empina, salta, patea. Tropieza. Sudor salado siento en los labios y me dan ganas de llorar, estoy matando a mi perra que me acompaña desde muchos años en mis caminatas a calapata, expediciones, por los cerros de Comas.
—¡Jaala, jaala con más fuerza!— grita mi madre.
Será quizás por esas experiencias, que mi hermano menor y yo nunca hemos hablado de ello. Somos como dos sombras que se rozan y siguen de largo. Después de una eternidad, su cola sigue moviéndose en ese cuerpo inerte, la lengua larga, morada, cuelga del costado de la boca, los ojos negros se han oscurecido, parecen de vidrio. Pero me miran.
—¡Sigan jalando!— increpa.
Como si la hubiera escuchado, Princesa recupera fuerzas e intenta zafarse de la soga, me doy perfectamente cuenta que ya no es sino instintivo ese impulso. Deja sus necesidades en el suelo ensuciando su cola como diciendo: “Me ahorcan, entonces les dejo ahí mi mie .. . de perra.” No lloré, no pensé en nada, no me traumaticé, un vacío recorre mi mente.
—Métanla en el costalillo— manda la voz maternal con la tranquilidad que da la seguridad de que se ha hecho algo correcto. Sin sacar la soga de su cuello, introduzco a Princesa en el costalillo viejo, siento inerte ese cuerpo que antes acariciaba. En la carretilla, nuestro colectivo, Princesa emprende su última caminata al basurero en la Curva de la Avenida Belaúnde. No esperamos la noche, el sol sigue quemando, el sudor recorre mi espalda, la gente observa, sospecha la carga, pero no dice nada.
—¿Será que es correcto ahorcar a una perra?— me pregunto, tratando de mantener el equilibrio de la carga, empujando la carretilla calle abajo. Lágrimas humedecen mis ojos, no levanto la cabeza, sólo veo pasar las piedras del camino bajo las plantas de mis viejos zapatos, pensando que ya nadie acompañará mis expediciones a los cerros de Comas. Años después, fugado de mi casa, pasé una noche en los cerros de Comas. Pensé en Princesa. Sentí lo que es soledad, madurez prematura.
Por: C², Recordando a Comas, 1969.
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